domingo, 13 de julio de 2003

La guerra de las pensiones: II El futuro

Los diferentes estudios que se hicieron a lo largo de la primera mitad de la década de los noventa sobre la evolución del sistema de pensiones han fallado a la hora de predecir la quiebra del sistema y las condiciones en que se encontraría en el año 2.000 o en el 2.005, según el análisis de José Barea se daba el sistema por perdido en 1.996; sin embargo a día de hoy nuestro sistema público de pensiones goza de una salud envidiable, habiéndose generado un fondo de reserva de casi 8.700 millones de euros en junio de este año. Ahora estos mismos estudiosos nos indican que el sistema quebrará en el año 2.025, cuando las generaciones del “baby boom” de los sesenta empiecen a jubilarse. ¿Hemos de hacerles caso en estos nuevos estudios en los que los mismos vuelven a indicarnos que el sistema hará aguas en el 2.025?

En los anteriores análisis realizados se fallaron en dos cuestiones básicas: la creación de empleo y el desarrollo demográfico de nuestra sociedad. Los planteamientos que se hacían eran de continuación de la destrucción de empleo y la disminución del número de cotizantes que en el año 1994 apenas superaban los doce millones de afiliados, mas otro millón y medio de parados por los que cotizaba el Instituto Nacional de Empleo (Inem); los datos sobre proyecciones de población nos hacían cada vez más viejos y en menor número por lo que no habría suficientes jóvenes para incorporarse al mercado laboral y aportar las cuotas que permitieran pagar las pensiones a los jubilados. En la actualidad el número de cotizantes casi son 16.800.000 y si en el año 1.995 había una media de 2,11 activos por pensionista, en la actualidad existen 2,45; no sólo no ha disminuido, sino que el porcentaje se ha elevado en un 16%, estando muy por encima del ratio de dos que se estima garantiza la estabilidad del sistema. Y la población española alcanza la cifra de casi cuarenta y dos millones de personas, con lo que las proyecciones que nuestros eruditos realizaron quedan en entredicho. Ahora vienen a decirnos que las perspectivas que acaban de hacer para el año 2050 son las buenas y que esas sí que llevarán el sistema de pensiones a la quiebra.

Nos indican que la tasa de natalidad es una de las más bajas del mundo ( a pesar de que desde el año 1.996 no para de incrementarse y el año pasado alcanzábamos la cifra de 1,26 hijos por mujer, aunque no suficiente para realizar el cambio generacional, sí muestra el cambio de tendencia), quizás lo que debería analizarse es porqué se retrasa la edad con la que las mujeres tienen su primer hijo, dato que cada vez aumenta con mayor preocupación. Si no existe una política de ayuda a la familia que permita su creación o su ampliación ( la política de ayuda familiar de nuestro gobierno es la peor de las de la Unión Europea); si no existe una política que incentive la independencia de los jóvenes (con una política de vivienda que prima la especulación o una política de empleo que prima la precariedad del mismo difícilmente nuestros jóvenes encontrarán la oportunidad de salir de la casa paterna y formar su propio hogar). No se puede solicitar la ampliación de la edad de jubilación o recomendar la jubilación a la carta cuando más de 250.000 personas se han prejubilado en los últimos años y las empresas siguen apostando por esta fórmula para reducir costes y la edad media de jubilación está por debajo de los 63 años (cuando la legal está en los 65). La cuestión no sólo afecta al sistema de pensiones, como cualquier problema hay que estudiar cada una de sus facetas y resolverlas no independientemente sino analizando su efecto sobre las otras variables; no podemos decir que la solución es intentar paliar nuestro sistema de jubilación, hay que afrontar el problema global con soluciones a cada una de sus variantes.

Pero la verdadera amenaza que pesa sobre las pensiones es considerar a nuestra Seguridad Social como algo independiente del Estado, esa concepción neoliberal que la entiende como un sistema cerrado que debe autofinanciarse y separada del resto de la Hacienda Pública es su principal enemigo; el así concebirla atenta contra nuestra Constitución que obliga a nuestros poderes públicos a mantener un régimen público de Seguridad Social y a garantizar unas pensiones adecuadas. La seguridad de nuestras futuras pensiones no está en el fondo de reservas generado con los superávits del sistema, ni en los planes de pensiones complementarios que, junto a los seguros colectivos, movían unos 41.238 millones de euros a diciembre de 2.002 ( unas cantidades inmovilizadas al servicio de los intereses de las entidades financieras, no de los partícipes); la garantía de cobro de nuestras futuras jubilaciones está en el Estado. Estos planes de pensiones complementarios sí que pueden sucumbir en su intento, pues como estamos observando muchos empiezan a dar rentabilidades negativas y a sufrir las consecuencias de la crisis bursátil.

La Seguridad Social es una parte integrante del Estado Social y de Derecho que define nuestra Constitución y el Estado nunca quiebra, lo que habrá que hacer, si fuese necesario, sería una redistribución de los recursos que obtiene para garantizar los servicios que presta, que no nos arrebaten esa garantía debe ser la posición a defender en esta guerra de las pensiones.

domingo, 6 de julio de 2003

La guerra de las pensiones: I El pacto de Toledo

En la pasada campaña electoral de las elecciones municipales nuestro presidente del Gobierno, D. José María Aznar volvió a sacar el tema de las pensiones como arma electoral que le permitiera obtener un mayor número de votos, indicando que si gobernaban éstos (ya deben ustedes suponer quiénes) nuestros pensionistas se quedarían sin recibir su buen ganado retiro al finalizar su etapa laboral. A pesar de que existen unos pactos para evitar tratar de una forma electoralista ciertos temas llamados de Estado (el terrorismo, la pensiones, la política exterior, etc.), nuestro primer ministro, haciendo gala del incumplimiento de su palabra, los ha metido de lleno para intentar pescar en río revuelto, puesto que los pensionistas actuales no tienen, ni tendrán ningún problema para cobrar sus emolumentos (pero claro ocho millones de jubilados son muchos votos).

Entonces ¿cuál es el problema para que, cada vez que puedan, nuestros políticos se apropien de los logros que han conseguido entre todos y culpen a los contrarios de los posibles problemas del sistema de pensiones? Tal como se encontraba en la primera parte de la década de los noventa nuestro sistema de Seguridad Social existía una fuerte incertidumbre sobre su evolución y las posibilidades de estabilidad que pudiera tener en un futuro; en esos años, nuestra población activa no hacía mas que disminuir, el número de parados aumentaba y el número de pensionistas aumentaba imparable. Es decir, al ser nuestro sistema de solidaridad intergeneracional, las aportaciones que realizan los que trabajan pagan las pensiones a los jubilados; se temía en aquellos años que el descenso del número de trabajadores que aportaran sus cuotas no fueran suficientes para pagar a los jubilados ya en el año 2.000 y se podría considerar en quiebra alrededor del año 2.025, cuando las generaciones de los años sesenta empezaran a jubilarse, numerosos estudios (Barea, Herce, Ministerio de Trabajo y Seguridad Social, etc) confirmaban esa tendencia y alarmaban de la complicada situación exigiendo una serie de medidas que recondujeran hacia mejor puerto nuestro sistema de pensiones.

Este escenario provocó que nuestros políticos, en un alarde de abnegada entrega, se sentaran a dirimir las posibles soluciones que podrían acometerse para adecentar nuestro sistema de prestaciones y hacerlo viable de la mejor manera posible; así en abril de 1.995 vio la luz el Pacto de Toledo (denominado así puesto que la comisión que lo parió se reunía en el Parador Nacional de dicha ciudad); en él se pretendían sentar las bases de nuestro nuevo sistema de pensiones con las siguientes características: continuación del sistema de reparto y de solidaridad intergeneracional; la separación de las pensiones contributivas de las que no lo eran, éstas más relacionadas con prestaciones de servicio social (orfandad, ayudas a las familias, etc.); y la apertura a un sistema complementario de gestión privada; además se consideraba que las pensiones deberían mantener el poder adquisitivo mediante la revalorización automática en función de la evolución del índice de precios al consumo y se debía mejorar el sistema de gestión de las prestaciones por enfermedad y por invalidez (el fraude que existía era espectacular); se consideraba necesario el aumento de la edad de jubilación (legalmente está en 65 años) para que de una forma flexible se fuera prolongando con relación al incremento de la esperanza de vida; la adecuación de las bases a los salarios reales, es decir que las cotizaciones que se pagan a la Seguridad Social estén en relación con lo que realmente ingresa el asalariado; la adecuación de la pensión a las cantidades aportadas durante la vida laboral; la creación de un fondo de reserva con los excedentes del sistema; y se ambicionaba detraer de la lucha electoral un asunto que por su sensibilización debía tratarse aparte de las querellas partidistas y lejos de las campañas electorales.

El balance del Pacto de Toledo tras más de ocho años de existencia no es positivo y ello porque su principal objetivo no se ha conseguido: nuestras pensiones siguen siendo un arma arrojadiza en las campañas electorales, tanto unos como otros vocean los supuestos errores cometidos por sus oponentes y nos prometen la panacea para asegurar nuestras pensiones; pero en cuanto a los exigibles cambios en el sistema que permitan asegurar la viabilidad de las pensiones siguen durmiendo el sueño de los justos, de tal forma que siguen observándose los mismos problemas estructurales que cuando se reunieron por primera vez para solucionarlos. Nuestros políticos deben ser algo más serios en las cuestiones que llaman de Estado puesto que el problema de las pensiones no es aislable del resto de políticas que se ponen en marcha, está interrelacionado con la política familiar, la de vivienda, la de enseñanza, etc; en definitiva no puede plantearse una solución excluida del resto de acciones de gobierno que se llevan a cabo pues a lo que conduce no es a solucionar el problema sino a alejarlo en el tiempo para evitar tener que acometerlo.